POR JORGE
ZEPEDA
“Soy el
comandante Lazcano Beltrán Leyva”, me dijo hace tiempo una voz por teléfono y
acto seguido me pidió 20,000 pesos a cambio de dejarme en paz. La amenaza quizá
me habría amedrentado si no hubiese recurrido a la mezcla de tan terribles
apellidos. Al delincuente le pareció que uno solo no era suficiente para
intimidar. Me resultó hasta ingenuo. Como si algún futbolista de barrio se
autodenominara “Messi Ronaldo” para anotar más goles. Ciertamente Heriberto
Lazcano Lazcano se había convertido en una marca legendaria, como fundador y
líder máximo de los temibles Zetas.
Según
Calderón esa leyenda acaba de ser liquidada en Sabinas, Coahuila. El anuncio es
tan conveniente para un régimen urgido de campanazos que termina por despertar
sospechas. Para empezar, la foto del cadáver y las imágenes de archivo de “El
Lazca” no son precisamente similares. El muerto no se parece al vivo. La
desconfianza se acentúa si consideramos que el rostro que nos presentan carece
de orejas, como si el Photoshop se las hubiera amputado. Y según el reporte de
la Marina le habrían amputado algo más al cuerpo robado, de 1.60 metros de
estatura, si consideramos que Lazcano medía 1.72 (5´8 pulgadas) según el perfil
de la DEA.
Y la
incredulidad se acentúa cuando nos informan que tampoco hay cadáver porque un
comando se lo robó de la funeraria. La historia es kafkiana de principio a fin.
El temible capo no habría sido abatido gracias a una acuciosa investigación de
inteligencia policiaca, como en los casos de Pedro Escobar o Beltran Leyva, sino
por un retén que no pudo prever. Viajaba sin escolta y al intentar ser revisado
respondió a balazos. De principiante, para el que se supone era el cerebro
militar detrás de los Zetas.
Contra
todo protocolo, los cuerpos no fueron conducidos al Semefo para hacer la
autopsia de rigor, donde luego irían a una fosa común si ningún familiar les
reclamaba. En lugar de seguir esta ruta, el Ministerio Público entregó los
cadáveres a una funeraria donde horas más tarde un comando encapuchado llegó a
robarlos. El tema es escandaloso por donde se le mire. O la historia es
inventada, lo cual me parece inverosímil por el enorme descrédito que
significaría el escándalo internacional. Todavía resuena la carcajada
generalizada que provocó la supuesta detención del hijo de “El Chapo”,
desmentida por sus familiares horas más tarde.
Pero si
la historia es cierta, igualmente exhibe la impericia policiaca, fiel reflejo
de una guerra conducida desde la arbitrariedad y el desaseo. Todo indica que
las autoridades ni siquiera se habrían dado cuenta del pez gordo que habían
tumbado hasta que llegó el comando a llevarse los cadáveres. Fue entonces
cuando el sofisticado aparato de inteligencia que dirige el combate al narco se
hizo preguntas sobre los muertitos. Claro que para entonces ya no había cuerpo
del delito, sólo algunas fotos un tanto extrañas y unas medidas inverosímiles.
El problema de llevar 70 mil muertos en esta confrontación es que los cadáveres
ni se investigan. Ni siquiera se dan a la tarea de indagar la identidad de aquellos
a quienes mataron. Si los narcos no hubieran ido a recuperar a sus difuntos,
las autoridades no se habrían enterado que habían abatido a alguien importante.
Se afirma
que el análisis del ADN confirmará en definitiva la identidad del cuerpo que
carecía de credenciales, supuestamente perteneciente a Lazcano. El otro es un
tal Mario Alberto Rodríguez Rodríguez según la licencia en su bolsillo (qué tal
la redundancia de apellidos de los narcos). Pero eso no ha impedido que
Calderón ya se haya regodeado con el anuncio. Se han abatido o detenido a 25 de
los 37 más buscados, declaró este martes. El problema es que estos golpes a la
cabeza de los que habla Calderón no son más que palos al avispero porque
invariablemente desatan sucesivas oleadas de violencia. Nada explica mejor la
generalización de la guerra salvaje y despiadada que esas 25 neutralizaciones.
Detrás de
cada capo detenido o asesinado invariablemente se desata un guerra intestina al
interior del cártel respectivo y entre los demás cárteles. En el último número
de la revista Gatopardo, Diego Petersen explica la pesadilla que se desató
sobre Guadalajara luego de la muerte de Nacho Coronel, perteneciente a la
organización de “El Chapo”, quien tenía el control de la plaza. Cárteles
vecinos y los mismos Zetas se trasladaron a Jalisco después de la muerte de
Coronel (julio de 2010) frente a los primeros signos de debilidad de los
sinaloenses. Las ejecuciones multitudinarias, el asesinato de “civiles” y la
violencia arbitraria han sido el corolario de aquella “neutralización”. Con
esto no pretendo argumentar que la caída de un capo sea mala noticia.
Simplemente señalar que sin una estrategia capaz de combatir la organización en
su conjunto, abatir los flujos financieros e interrumpir la logística de sus operaciones,
la mera eliminación de la cabeza constituye una desestabilización que al final
la propia comunidad acaba por pagar.
La muerte
de un Lazcano desorejado y achaparrado no es necesariamente buena noticia,
incluso si se confirma la identidad del cuerpo esfumado. Como su apellido
doble, los lazcanos podrían desdoblarse en multitud de cabecillas decididos a
abrir su camino al poder a sangre y fuego.
SINEMBARGO.MX
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